
La plaza de Djemaa el-Fnaa es el corazón de la ciudad de Marrakech. Es patrimonio de la humanidad por la UNESCO y es conocida por su vibrante y genuino ambiente. Durante el día se llena de vendedores de baratijas, de especias, de tejidos o de cerámica. A medida que cae la noche, el recinto se transforma en un espacio de actividad bulliciosa donde se dejan caer artistas callejeros, encantadores de serpientes, vendedores de golosinas, músicos ambulantes y una multitud de peatones curiosos. Aquí la alegría huye de los escaparates, de las revistas o de las salas de cine, y se instala en los pliegues arrugados de la vida simple, en las calles, en los caóticos pasillos de la medina, en los muros anodinos embadurnados de pintura... Si hay algo que hace brillar la ciudad es justo eso: la ilusión de encontrar alguna cosa inesperada a la vuelta de la esquina.

Las definiciones que los expertos formulan sobre el fenómeno urbano son diversas, dependiendo del elemento sobre el que se fije la atención. Unos autores destacan el elemento material: la pavimentación, el cierre amurallado, los equipamientos... Otros destacan las relaciones sociales o las visiones utópicas y filosóficas. La historia de una ciudad depende de quien la cuenta. Existe la historia oficial —la de las estadísticas— y la no oficial, la que se cuece en los locutorios, en los mercados y en las plazas. Las ciudades no son estáticas e inanimadas, sino el producto de su gente y, por tanto, lugares indeterminados, impredecibles, cambiantes...


